PIRÁMIDE
DESENTERRAMOS LA NOTICIA

Puedes beber una cerveza o un mezcal para llegar relajado a la función. Eso hace la
pareja adulta de sesenta años que hojea el programa de mano color naranja chillante a
media hora de entrar a la sala. Tres grupos de jóvenes también toman y cenan en plan
casual. No buscan embriagarse sino animarse para dar comienzo a la proyección.
Todos esperan en Casa 9 que den las ocho de la noche. En realidad, no parece
molestarles tener que aguardar un momento.
El encuentro tiene su motivo, y el motivo, a fin de cuentas es, como lo indica el folleto
anaranjado, compartir: “descubrir, compartir, transformar”. Faltan quince minutos y
las doce mesas se llenan sin que uno lo note. El entorno, repleto de sutiles
conversaciones, cervezas cuyo líquido ya va por la mitad, panfletos fluorescentes
postrados en cantidad encima de las mesillas de madera que cobijan el lugar y las
expectativas, produce aires ligeros. Nada ni nadie importa, sólo Ambulante.
En su décima gira documental, el proyecto tiene cauce. Diez años de recorrer el país
exhibiendo documentales nacionales y extranjeros en distintas ciudades y en
diferentes recintos: Cinépolis, salas de cine independiente, teatros, universidades.
Casa 9 forma parte de los complejos seleccionados para traer cine al por mayor. Del
19 al 26 de febrero Puebla es el lugar sede. En la entidad se exhibirán más de ciento
cincuenta filmes. Hoy el turno es para “Llévate mis amores”, del mexicano Arturo
González Villaseñor.
Las chelas han cesado aunque la plática permea en cada rincón del restaurante-bar. Es
una charla total que hila, sutilmente, las demás tertulias, de mesa en mesa, bajo un eco
parejo, de ritmos similares. No hay desentonación en las ideas que emanan de las
bocas como tampoco existe en los gestos de quienes esperan unos instantes más. Todo
es suave, eassy going. Dos meseros con ropas de diario se desplazan como por arte de
magia: sin brusquedad ni obstáculo. Pareciera que van y vienen en patines de hielo
porque sus pasos no entorpecen el panorama. Las luces estilo Navidad que cuelgan del
techo, entre cajas de refrescos que sirven de decoración improvisada pero ad hoc, dan
a la zona calidez y ganas de pertenecer a los futuros y cercanos planes de quienes
esperan el inicio de la proyección de la gira fundada por Gael García y Diego Luna.
La pareja de adultos se abraza. Un perro de raza border collie, divertido e impaciente,
chupa la pata de la mesa en la que su propietaria está colocada. Es una mujer joven, de
sonrisa alargada y nariz recta, con el cabello hecho chongo y unos chinos en la frente
tan juguetones como su mascota. Mientras escucha la plática, meneando la cabeza al
son de la rola que se alcanza a oír, pausada y melancólica, le acaricia las orejas al can.
Son las ocho y cuatro. Los asistentes no se percatan del ligero retraso en el horario
oficial del programa. No da tiempo para notar la impuntualidad porque en ese instante
aparece Alfredo Atala, propietario del lugar, que invita a pasar a la sala de cine del
local. Sin empujones, los espectadores se levantan de sus lugares, sumergidos en una
relajación total que por inercia los conduce a las sillas acolchonadas que sirven de
butacas. Mientras avanzan por la puerta, dos asistentes saludan en voz baja. No se
alcanza a escuchar si dicen “bienvenido” o “adelante”, pero parecen agradables.
Son cincuenta asientos y los cincuenta se saturan. No hay espacio para nadie más. Hay
quien llega segundos tarde y se ve en la necesidad de postrar sus nalgas en el piso,
recargando su espalda en las paredes laterales del pequeño complejo. Llegan varios
más y optan por hacer lo mismo. Quieren ver el documental y por sus cabezas no pasa
la incomodad de un asiento duro y frío. Saben que mientras la cinta avance olvidarán
dónde están sentados. El collie se acuesta en el suelo, junto a su dueña, que sí alcanzo
un lugar en primera fila.
La media de edad ronda los treinta años. Pocos son los adultos mayores que aprecian
este tipo de proyectos. El hombre y la mujer que se mimaban con anterioridad son dos
de las cinco personas que sobrepasan el dato estadístico. Las otras tres son hombres
de barba que cruzan la pierna sentados y sacan la barriga. Ropa negra, chamarras
ligeras, gorras, converse, botines y pulseras de cuero son las vestimentas
generalizadas de quienes están a punto de mirar el largometraje de noventa minutos.
Por el pasillo central se acerca una chava, chaparrita, de cadera ancha y cejas
pobladas. Pasa al frente con un micrófono acompañada de un joven alargado y
huesudo que se mueve nervioso. Ella, en cambio, se postra segura en un eje y entabla
un discurso miniatura: “Ambulante cumple diez años gracias a ustedes. El cine no es
posible sin los espectadores, porque su propósito es ser visto y apreciado”. En seguida
toma la palabra el chavo delgado y platica un poco sobre el tema que da vida al
documental: un grupo de mujeres mexicanas conocido como “Las Patronas”, que
preparan comida todos los días para lanzarla a los migrantes que pasan por su
comunidad sobre el tren de carga La Bestia. El público sonríe y comenta en chisguetes
de voz apenas perceptibles. Les entusiasma el trama. Mejoran sus posturas y se
colocan cómodamente en las butacas negras del pequeño cine. Los que habían
despegado el dorso del respaldo, lo juntan, y quienes se encorvaron al principio,
deciden estirarse.
Comienza la función. Una de las más de ciento cincuenta muestras que se realizarán en
el Estado. Eso es Ambulante: “descubrir, compartir, transformar”. Los que asisten
llegan para descubrir qué hay detrás del filme. Mientras lo ven, todos, comparten un
momento de intención y reflexión: “hay algo más allá”, susurrarán. Salen de la sala y
transforman, con su ojos, todo lo que observan. Porque la película los habrá cambiado
en cierta forma. Nadie sale siendo el mismo. Todos quieren ser tocados. Sólo el border
collie terminará la reproducción sintiéndose igual.
Ambulante como estilo de vida
Crónica de Willy Budib